¿Alguien me va a contradecir si afirmo que una de las sensaciones más lindas de la infancia era andar en bici con papá? A la edad en que yo todavía no podía andar solo, disfrutaba de los viajes en La Bergamasco Azul. Sí, tiene nombre, no es una bicicleta cualquiera…
Las vueltas de la escuela, los fines de semana en el asiento de atrás, con el almohadoncito y el paisaje de los laterales; obviamente para adelante no podía ver porque estaba mi viejo.
Cuando volvíamos de la escuela con él, pedaleábamos veinticinco cuadras hasta llegar a casa (sí, pedaleábamos, o al menos yo sentía que ayudaba y aportaba mi fuerza).
Siempre tuve una duda. En el viaje de regreso, tomábamos la calle 25 de Mayo, atravesábamos el Bvard Irigoyen y después de dos cuadras doblábamos a la izquierda por Sartorio. Cabe aclarar que en esa parte de la ciudad, que da a la cantera, la 25 de Mayo es muy baja, por lo tanto para tomar Sartorio teníamos que subir una loma pronunciada, en la que siempre sufrí pensando que no la íbamos a pasar, que no íbamos a llegar, que las pedaleadas y el esfuerzo del Vasco y mío no iba a alcanzar e íbamos a caer para atrás; pero el viejo le metía y siempre llegamos, nunca nos quedamos. Qué alivio…
La duda es: ¿Valía la pena tanto esfuerzo? ¿No era más peligrosa esa subida que ir por el transitado boulevard? Mas cansadora y sufrida seguro…
Obviamente estas preguntas las planteo acá porque nunca se las hice a papá, en parte porque me gustaba el desafío de la subida, le daba el toque de adrenalina al rutinario viaje de vuelta de los mediodías, y además porque cuando somos chicos creemos que nuestro papá es el mejor, que las cosas que dice son y tienen que ser así.
Después vamos creciendo, empezamos a verle defectos, las cosas que dicen son totalmente lo contrario a lo que nosotros decimos y queremos, y después seguimos creciendo y nuestro viejo vuelve a ser nuestro ídolo.
Pasaron unos años, y me regalaron la primera bici sin rueditas, la CAINO azul, mi compañera de viaje hasta Parque Sur, pero ahora solo, sin papá, sin asiento ni almohadón. Eso es ser independiente…
La CAINO, siempre fiel, aunque a veces tenía sus traiciones. Te jugaba una mala pasada cuando apretabas el freno delantero y salías despedido, volando por encima de la bici. Al principio eran accidentes, después comenzó a ser nuestra diversión por la calle Tibiletti en el Puerto Viejo.
Eso sí, se puede decir que era como volar. Qué frase hecha, porque ¿cuántos de los que la usan queriendo explicar algo reconfortante, tranquilo, lo han experimentado?
Yo conozco pocos, o mejor dicho, conozco uno. Diego, “el del parapente”.
Parece que Diego sabía cuando llegábamos a Sarandí y pasaba, volando alto, con un ventilador atrás y un paracaídas arriba, y tiraba caramelos (Qué peligro si llegaba a tirar un LIPO, ¿no?).
Debo admitir que sentí cierta desilusión cuando lo vi, abajo, en la tierra. Fue como ver actuar a un payaso, reírse, y cuando termina la fiesta verlo a cara lavada, vestido de civil.
Para mí, Diego era él con su parapente, digamos que formaba parte de su anatomía, por eso, cuando lo vi por primera vez en esa carneada, preferí ignorarlo y seguir pateando mi pelota, ¿qué me querían hacer creer a mí que ese tipo grande y canoso era él?.
Y las carneadas…¿Existe algo más lindo que eso? Ya sé, al que no tiene cada invierno un fin de semana de “chancheada” o que nunca vivió una experiencia así, le puede parecer insignificante mi pregunta, o hasta ridícula y carente de sentido. Yo les respondo, con todo mi respeto, que no saben nada.
Hay pocas cosas que espero con tanta ansia como la carneada o año nuevo.
Más lindo fueron las veces que caía justo en mi cumpleaños, porque estaban todos, y aunque estaban por la carneada, yo sentía que también estaban por mí, y que era como el cumpleaños de la Abuela, que venían hasta los de Buenos Aires.
Y jugábamos a la pelota, con Leandro, Juan, Pablo, Martín, o dibujábamos con Sabi y Petra.
Después de la carneada, medio año más tarde llega año nuevo, y otra vez la alegría y la ansiedad de ver a todos, hasta a Cuninga con sus cohetes….
Los “año nuevo” se pueden resumir en: La esquina de los grandes, donde estaba Adela, y ahora la copan los tíos mayores, La Punta del tablón, la más ruidosa (y no solamente porque esté Pipu), a la que pertenecemos los primos más jóvenes, y la parte del medio, que es más tranquila y generalmente se dedica a ponerse al tanto de sus vidas mientras se acerca el nuevo año.
Una de las características de esta reunión, es el saludo de las 12; todos empezamos a girar, alborotados, alrededor de los largos tablones, para saludar a todos, sin pensar que, al girar todos en el mismo sentido, siempre te van a quedar familiares sin saludar, que los terminas saludando a las 12 y cuarto, después que diste toda la vuelta y empezás a relojear quién te falta besar. Nunca faltan los que te saludan tres o cuatro veces, entre el mareo de ver gente pasar y el alcohol besan al que se les planta adelante.
La conclusión es que la parte más inteligente es la de la esquina de los grandes, que siempre se quedan sentados, por viejos o por sabios, porque están seguros que todos nosotros, al empezar a caminar alrededor de las mesas, vamos a pasar por su silla y los vamos a saludar…Muy cómodo y efectivo.
Otro de los recuerdos de mis estadías en Gualeguaychú, es el de jugar a la pelota con la tía Rosa, de su mágico y juanetesco pie derecho, de sus atajadas en el parque o en el garaje de la casa de la Abuela, con la pelota de goma, con la pulpito o con la de cuero, su fanatismo por Marangoni (¿Quién carajo era ese? Yo estaba con Ortega, el Enzo, Gallardo o Crespo, pero no me importaba, me sentía orgulloso de que mi tía sabía de fútbol). La tía siempre estaba, atenta a todo y a todos, con sus juegos y sus paseos al parque, al tractor amarillo, a trepar árboles, a subirnos a las estatuas de los perros, o al cohete altísimo de la placita en las siestas, para que no molestemos a los que querían descansar.
Por último, el fútbol. Y no lo ubico en este lugar porque sea el que realmente ocupe, sino porque no encontré mejor manera de terminar esto que hablando de él.
Cualquiera de los hombres va a coincidir conmigo si digo que gran parte de nuestra vida y nuestro corazón esta destinada a la pelota, con el perdón de las damas. Pero es así, convengamos que todos, circunstancialmente, hemos dejado plantados a nuestros amigos alguna noche por una mujer. Pero esa misma persona, no resiste la tentación de ver un partido o jugar un fulbo con amigos, y ahí sí, no hay novia que valga ni cualquier evento que haya sido previamente organizado con ella. Y no tiene explicación lógica. O quizá, sí, nuestra justificada excusa es que el fútbol nos acompaña desde que nacemos y hasta que la muerte nos separe.
Ante cualquier queja, diríjase a nuestro padre, tíos o primos, o en su defecto, a quienes en cada cumpleaños, navidad, reyes o día del niño, se les ocurría la original idea de regalarnos una pelota.
De chico había dos regalos fijos, la pelota y el perfume Pibes, o para variar, PACO. Creo que si quisiera todavía podría seguir bañándome en esas colonias, como lo hacía mamá antes de cada cumpleaños.
Con las pelotas no he tenido la misma suerte de durabilidad. Puedo decir que le dábamos mucho uso, y que, como se dice en el ambiente futbolístico, la descosíamos. Pero no por el buen trato que le dábamos al balón, sino porque la calidad de la costura no era la mejor. Ahí se explica por qué en cada acontecimiento nos regalaban una pelota…Seguramente la anterior ya estaba hecha cuero…
Autor intelectual (nostálgico y pasional): Matías
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